—Andá cambiándote, Tito —pidió Rogelio, que estaba sentado en el suelo poniéndose las medias. Tito se quedó mirando hacia la cancha, fruncida la nariz. —¿Nadie vino a reservar la cancha? —preguntó. Jorge había atado el extremo de una venda al paragolpes del auto, se había alejado un par de metros y ahora la enrollaba prolijamente. No contestó. —¿El boludo del Ruso no vino a reservar la cancha? —insistió Tito, el bolso al hombro.